Reseñas

Cruel y mirada

Rafael Villegas

Me preocupa el tema de la mirada tal vez desde que un oculista me recetó lentes en la tardía adolescencia; tal vez desde que conocí la hagiografía de Santa Lucía a través de una pintura terrible y deliciosa colgada en una columna de templo oaxaqueño; tal vez desde que leí sobre un hombre que, a diferencia de mí, no encontraba deleite en comer, al menos no hasta que descubrió el goce de la mirada del animal que, después de destazar en la bañera, habría de cocinar con gran felicidad. No recuerdo el nombre de ese hombre, recuerdo que destripaba un conejo y que se preocupaba por la proporción inadecuada entre el tamaño de su bañera y la de un cabrito; recuerdo que su inventor (Rubem Fonseca, le dicen) escribió como personaje (a ese hombre cuyo nombre no recuerdo y del cual ya no estoy seguro de que siquiera tuviera nombre) en un cuento al que tituló “Mirada”.
Y traigo a colación las miradas de un conejo y de un Fonseca porque sospecho, mas no aseguro, que podrían ponernos de frente a la mirada de Sonia Silva-Rosas, autora de Cuentos para entristecer al payaso. Escribe Silva-Rosas que “la mirada es poderosa, los ojos son hábiles para descifrar los misterios de quien miramos. La mirada nos desnuda ante los demás; nos expone como un trozo de carne abierta” (“La mirada”, p. 17). Y entonces entiendo por qué se habla de crueldad en la contraportada del libro. Es verdad que aquí hay alguno que otro personaje que goza sacando los ojos de sus víctimas o hablándole al oído a un niño que sólo intenta dormir. Son crueles. Pero la verdadera crueldad del libro va más allá de los actos de los personajes; de hecho, la crueldad que incendia cada página, no con fuego sino con piel de gusano quemador, es la ausencia misma del acto, asfixiado en su falta de significación y trascendencia.
Soy más claro. La mayoría de los personajes de estos Cuentos para entristecer al payaso no son, estrictamente, crueles, si es que entendemos la crueldad como la entiende la Real Academia Española: ese deleite “en hacer sufrir” o esa complacencia “en los padecimientos ajenos”. Y es que, en realidad, la mayoría de los personajes que nos presenta Silva-Rosas no son capaces del deleite, se les niega en su definitiva fatalidad. Por eso, uno de los personajes de este libro se “llegó a comparar con aquellos cadáveres que terminaban resignados a su destino dentro del cenicero” (“La orilla”, p. 21); por eso, “permanecer debajo de esa escalera con la vista clavada en el techo, con la vista y el corazón clavados como mariposas” (“La escalera”, p. 26), es el día a día de una mujer que ya no es la de antes. Pero los personajes no son personas, y sabemos que “antes” es sólo una palabra y no una condición de experiencia. La crueldad aplasta a los personajes de este libro como una escalera gigantesca que llena la habitación y la vista, como una escalera que no lleva a ninguna parte y, peor aún, que no trae desde ningún lugar posiblemente mejor.
Y aunque Silva-Rosas escriba que “no era así al principio. Entonces, los domingos eran otros; las mañanas alegres, distintas” (“La rutina”, p. 46), uno tiene la sensación de que los trozos de carne abierta no tienen mañanas distintas, ni sus domingos son otros. Los trozos de carne abierta, como las mariposas clavadas y los ojos sin brillo que se reflejan en el espejo de un techo, no tienen más posibilidad que ser y estar ahí. Y cruzamos los dedos y esperamos, de verdad esperamos, que estas páginas sean sólo narraciones y no la vida. Y entonces, uno comienza a dudar que la vida y la narración corran paralelas, y uno teme que haya momentos en que la profecía de Baudrillard se cumpla y el modelo anteceda a la realidad.
Y todo esto me parece absolutamente cruel.
Una voz instiga a Gumaro (el protagonista del primero de los Cuentos para entristecer al payaso), desde hace tiempo le dice: “No pasará nada, anímate, no seas sacatón, marica del pueblo (“La mirada”, p. 12). Y que no se acuse a Silva-Rosas de meterse en la cabeza de Gumaro para orillarlo a realizar el acto de crueldad al que parece estar destinado. Pero ciertamente hay un yo narrador ahí, distinto a Silva-Rosas (espero), cuya crueldad es innegable: le da más posibilidades de sobrevivir a una gallina elegida para el caldo que a los ojos verde aceituna, supuestamente provocadores, de una niña cuya falda era levantada por el viento. La crueldad sin concesiones de este libro no radica en la sangre que sin duda se derrama, sino en esa inflexión sutil pero radical que arrebata a los personajes cualquier posibilidad de decidir, de actuar, de ser otros. Son objetos, como niños-bulto que sirven para pagar la renta, como pinturas inacabadas, meros pretextos para la rutina.
Y como el personaje de Fonseca, aquel que no le hallaba el gusto a comer, uno puede quedarse viendo la cara en el espejo, mirando sus propios ojos, “mirando y siendo mirado: una cosa al fin irreflexiva, un eje de acero, lava de volcán que es arrojada, nube inacabable. La mirada. La mirada”.[1] Y la crueldad, aquí, como la mirada de un conejo a punto de ser devorado, es la resignación irreflexiva, la fatalidad, el vacío, el sinsentido.
Y del payaso… del payaso mejor ni hablar. Agradezco que sólo aparezca en la portada. Agradezco que no sea personaje de cuento y nos inquiete, como lectores, con una tristeza sin origen ni propósito. Agradezco que el payaso esté de perfil, que no se atreva, todavía, a mirarnos de frente.
Rafael Villegas (Tepic, México; 1981) es autor de Galería Prosaica presenta (2004), Video Ergo Zoom (2006) y La virgen seducida (2006). Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2005, Premio Julio Verne 2007 y Premio Nacional de Cuento José Agustín 2009. http://rafaelvillegas.typepad.com



[1] Rubem Fonseca, Rubem Fonseca. Premio de Literatura Iberoamericana y del Caribe Juan Rulfo 2003, Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2003.

Sonia Silva-Rosas, Cuentos para entristecer al payaso, Guadalajara: C&F Ediciones, 2009, 76 pp